Hace 40 años dormía la siesta al arrullo de la radio, de repente un cafre con bigote me despertó. Yo, tal vez, no tuve la consciencia total de lo que aquello significaba o quería significar. Cuando salí a la calle el paisaje se asemejaba a un thriller de Hitchcock, hombres con trajes poco planchados y seguramente poco lavados dejaban imaginar herramienta poco de fiar bajo los sobacos. Mientras, en aquel café Napoli de la Plaza Mayor de Valladolid un rostro en la tele expresaba, con la contención que da el miedo, el que yo no había aprendido, todavía, a sentir del todo. Esa periodista con acento canario que años más tarde nos ponía al tanto de las cosas del corazón, hizo que esa tarde muchos corazones, de los de verdad, empezaran a latir con la fuerza que da el latigazo del pánico.
Una tanqueta de la policía a la puerta del Ayuntamiento, y un amigo que dudaba entre escapar por Portugal o por el Pirineo mientras contaba que a otro le acababan de "limpiar" el piso. El resto, un poco a uvas de muchas cosas, fuimos al kiosco a por pilas, porque esa noche se podían ver documentales de monos y elefantes en la tele o escuchar la radio, donde daban la primera lección de transición política y yo, a punto de cumplir 21 años, ya empezaba a sospechar que los apuntes no estaban bien dictados.
40 años después siento una tristeza tremenda por todo lo que no supimos aprender y por todo lo que quedó por enseñar.
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