27/04/2022

LA HORA BOBA

 

Imagen de Walter Frehner en Pixabay 

Hoy me enfundé la bata blanca, esa que me da un aspecto a medio camino entre ayudante de laboratorio y aprendiz de un atelier, las manchas difusas de pintura parecen acercarse más a esto último y eso me ha dado alas para ponerme a ello. 

Ahí está esa pared hambrienta de trazos, es la pared perfecta, la pared donde pierdo a menudo la mirada cuando esa hora boba, de luz retozona, intenta gastarme bromas absurdas mientras escucho las voces veladas portadoras de historias que me distraigo en dar vida. 

No, no es una pared cualquiera, porque al otro lado vive el imposible, solo tienes que saltar por el abismo del miedo y dejarte caer lentamente. Cerrar los ojos y tocar, al azar, tocar los principios, los érase una vez, girar las llaves guardianas del después. 

Hoy, que me enfundé la bata blanca, he pintado, por fin, la biblioteca perfecta, con el anhelo de poder deslizar el corazón, ese dedo medio que hace palanca como un “ábrete sésamo” a la cueva donde habitan cien mil vidas. 

He pintado, también, una pequeña puerta, en la parte baja. Es necesario, por enigmático, que las bibliotecas tengan puerta, de otro modo ¿cómo entrar en los mundos que serán posibles?

Me acomodo, puntual, en la pequeña butaca verde a esperar la hora boba. Está llegando, la luz atraviesa la estancia, entra acariciando mi espalda y al tocar los muros se desdibuja, lisonjera, al compás de las voces del otro lado. 

Mi dedo se atreve, un toque y atravieso la puerta. Las ocurrencias despliegan sus alas y en un momento todo adquiere sentido… ¡Tan solo son mis vecinos! Esta vez es demasiado prosaico, así que saludo amablemente y mientras pido disculpas por la intromisión, observo su turbación y su miedo.

-Perdón, me confundí de novela. (Quién me mandaría tocar “Nada”)

Vuelvo a atravesar la puerta, vuelvo a mi butaca, la luz boba ha desaparecido. Suena el timbre de casa, aunque más que sonar, cruje, como irritado. 

¡No seré yo quien abra sabiendo cómo construyen hoy día!


08/04/2022

Hotel San Filipo.

 


¡Cómo me atrae esa puerta giratoria! Creo que elegí ese hotel por aquella maravillosa puerta, Me gusta entrar y, aferrada a su barra, dejarme
llevar en ese tiovivo de pequeños infinitos. Entonces cierro los ojos y me juego la cornamenta arriesgándome a salir por donde creo que toca. Varios coscorrones más tarde  me hallo, por fin, ante el gran vestíbulo del Hotel San Filipo. Me atrapa esa sensación de mareo y aturdimiento mientras sorteo las maletas de los viajeros presurosos y me percibo como el Minotauro, recibiendo las ofrendas que me dedican todas aquellas personas  invadidas de prisa y de quehaceres 

¡Qué extraordinario laberinto  de perdones falsos y enojados!

 Desplomada sobre el enorme butacón de terciopelo granate que preside el eje central  dejo, por fin, que la noria de mi alrededor se detenga. 

Ya lo veo todo nítido...

Y allí está él, detrás de su mostrador,  incólume, como una pieza más del mueble, tan necesario como fácilmente sustituible, escoltado por el casillero de donde extrae, con estudiada arrogancia, las llaves de las que cree sus celdas. Apuesto a que nació en su interior, me lo imagino acurrucado en uno de sus cajones, un pequeño embrión de recepcionista de no más de dos centímetros y un minúsculo auricular asomando, ya, a la vida. Su pequeño cerebro gestando todos los ceros y unos necesarios para alimentar un sistema binario que le llevará al más aburrido de los reduccionismos.

Me miró por encima de sus gafas, con aquellos ojos pequeños como puntas de alfiler y heló mi alma. Una mirada así no debería ser legal, como no lo es portar armas o abofetear a la gente por la calle y menos por los hoteles. 

Con un ligero acercamiento amenazador habló masticando cada una de sus palabras.

-Buenas tardes, ha recibido usted una llamada, alguien intenta con urgencia localizarla en su móvil pero, al parecer... ha vuelto a olvidarlo en su habitación.

Las palabras masticadas fueron escupidas y sentí la baba de la censura estampada en mi cara, así que le miré con los ojos más felinos que encontré a mano y con cierto ronroneo envolví su mortecino semblante.

-Puede ser que lo haya olvidado, o que lo haya perdido o puede ser que lo haya donado para alguna causa noble, francamente me importa un pito esa llamada, si es urgente solo puede venir acompañada de malas noticias, me alegra no haberla recibido.

Su dedo huesudo y pálido coronado por una uña de largura cincelada a golpe de lima diaria, recorrió un listado donde aparecía la fecha y hora de la supuesta llamada, mi propio nombre y el número de habitación, leyó el recado al margen: 

-Volveré a llamar a media noche, es importante que atienda el teléfono, será mi último intento.

-Recibido, dije, y subí la escalera que me conducía a la habitación 121 no sin antes dar varios toques al timbre del mostrador a sabiendas de la irritación que ello le provocaba.

Al entrar vi el móvil sobre la mesilla rodeado de varios pañuelos usados, la camiseta del pijama y un par de inhaladores para el asma.

-¡Siete llamadas perdidas! parpadeaba aquel aparato.

-Pues si son perdidas no seré yo quien vaya a buscarlas, ya pedirán ellas auxilio. 

Tras una ducha me tumbé en la cama y el sueño se apoderó de todos mis sentidos. No sé en qué momento una música absurda me devolvió a este mundo, abrí un ojo, el reloj marcaba las 12,00, el móvil vibraba sobre la mesilla, recordé la amenaza de la última llamada, pulsé el telefonito verde de responder cuando todo se redujo a un fundido en negro. Una vez más había olvidado ponerlo a cargar.

Bueno, la llamada, perdida para siempre, tal vez fuera, por fin, encontrada por alguien. Me di la vuelta y seguí durmiendo.

04/04/2022

ERASE QUE NO ERA

Imagen de Pixabay por gentileza de Andreas H.
Imagen de Pixabay
por gentileza de Andreas H
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Cine Avenida , seis de la tarde, domingo 18 de diciembre del año 1966. Jacobo, de la mano de su hija, atraviesa el eje central del patio de butacas. Fila 10, pasillo. La niña, que en su mano libre sostiene una bolsa de celofán llena de bombones, ocupa el asiento del que cuelgan sus menudas piernas que estira, ansiosa, anhelando alcanzar el suelo.

Jacobo observa a su hija por el rabillo del ojo, disfruta ese momento que le ofrece ser padre, esa satisfacción ancestral de perpetuar la genética. Ella adopta un gesto serio, casi solemne, conoce las normas: silencio y los sentidos alertas. El timbre anuncia que pronto se oscurecerá la sala. Es entonces cuando el pequeño ventanuco ejerce de tronera para desplegar toda la magia en la enorme pantalla blanca. 

Para Alba el tiempo se detiene, ya no es tiempo, al menos no es ninguna dimensión conocida, como no lo es la vez aquella que se era, o el érase una vez de aquella historia. 

Ha conseguido alcanzar el suelo, su padre queda atrás viéndola marchar, tal vez consiga alguno de los diamantes que esos siete enanos arrancan a pico y pala sabiendo ahora la casa limpia y la comida caliente. No puede avisarla de lo que urde la reina más hermosa ni del peligro de los frutos prohibidos.

Alba se adentra en el bosque, una vez más, la última vez  era muy niña, ahora sabe que nadie es quien parece ser. En la casa, cerca de la mina de diamantes donde trabajan explotados niños de corta edad, viven siete hombres con acondroplasia, camuflados y apartados de la sociedad que rechaza su malformación. El príncipe es un vividor amante de la caza en toda su extensión que da largos paseos por el bosque contando historias de reinos y tronos a toda mujer que se encuentra en sus dominios con el único afán de conseguir sus favores y una esposa que le perpetúe la especie.

La reina, una mujer cuya hermosura es lo único que su marido, el rey, valora para  exhibirla como un trofeo, sabe y teme que pronto la cambiará por otra más joven y más bella.

Por eso, fracasada en su propósito, ahora se torna en bruja, su alter ego y, guardiana de su propia ruina,  recurre, torpemente y de nuevo, a la maldita manzana, errando en la elección de su enemiga.

Y allí está esa pobre chica, Blanca, esperando salir del letargo y condenada, también por su belleza, a entregarse por un beso salvador, sin opción alguna.

Y al fin parte, bobalicona, con su chico azul, en la pantalla se habla de felicidad y perdices y el érase una vez vuelve a su sitio.

Las luces se encienden, Jacobo se vuelve hacia su hija y esta saborea lentamente uno de los bombones, aquel con el envoltorio violeta.

-¿Te ha gustado?

-¿El bombón?

-¿Qué sí no?

-¿Volveremos, verdad?

-Volveremos

Cine Avenida , seis de la tarde, domingo 18 de diciembre del año 1966.  Fila 10, pasillo. Las luces se apagan,  Alba rebasa las nueve filas del patio de butacas y atraviesa la pantalla dispuesta esta vez a salvar a la bruja, dispuesta a salvarse a sí misma.


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