Cumplir años se convierte en un desafío, y la sensación de juventud va desvaneciéndose junto con el número de personas viejas.
La semana pasada cumplí 57, una edad muy alejada de los maravillosos veinte pero carente todavía de la contundencia abrasadora de la sesentena.
Empiezo a sentirme mayor, mayor por fuera, cuando me observo reflejada en una respuesta o en un comentario, cuando duele un usted que arranca por el respeto debido (a la consabida edad), cuando el cuerpo se niega, sin más; cuando las ganas quedan para otro día, cuando las bisagras rechinan reclamando un aceite que ya se ha usado.
Cumplir años es consustancial a esta esencia mortal que termina triunfando y dejando solo el hueco del recuerdo.
Mi madre habría cumplido hoy 92 años y mi recuerdo no puede imaginarla tan vieja como sería, como yo no puedo imaginarme tan vieja como alguien puede llegar a verme.
¡Qué absurda es la relatividad del tiempo! ¿la percepción hecha engaño o el engaño percibido? ¿Existe el tiempo, o es una burla? ¿Por qué me veo a los cinco años con la misma claridad que a los cincuenta? ¿Cuándo fue ocurriendo todo? ¿Cuándo el tiempo se apoderó del pasado y se hizo futuro? ¿Qué presentes me he perdido?
¿Cuándo ha ocurrido todo?
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