Me recordó tantas cosas que casi me inquieta esa tendencia
inoportuna a la comparación.
Hilos
invisibles se trenzan en derredor y nos amarran a finales ocultos, vidas
batidas por vientos inquietantes con destino a ningún sitio, ir y venir con
rezongona indolencia por creer que es el hilo el que te protege.
Multitud de
negros recorren cansinos la playa como sombras huidas de cuerpos en patera; arrastran cachivaches y enormes hatos de ropas multicolores cosidas en sótanos
sombríos a cambio de un sueldo que superará a duras penas el valor de cada
prenda.
-¡Barato
Mary!, cómprame un reloj para tu marido…
Y cuando le miro atravesando esos ojos profundos como el
Estrecho, adivina que ni yo soy Mary ni voy a tener marido. Toca ahora
desplegar el resto del ritual con pocas ganas pues el sol aprieta tanto como el
ramadán y esta Mary, hoy, no va a aflojar la cartera.
Desvío la
mirada hacia el avioncillo que afanoso en su tarea remonta ahora el vuelo
planeando por encima del bosque de sombrillas multicolores, libre, al fin, ¡sube!,
pero entonces mi mano atrapa un fino hilo negro que se prolonga desde un
carrete asido por la mano de su dueño esmerado en rebobinarlo para recuperar el
juguete playero.
Vuelvo a
casa (eufemismo veraniego aplicado al lugar de residencia), para pasear a mi perra a la que amarro a una correa extensible
y sin querer pienso de nuevo en el avioncillo, en el carrete de hilo y en el
negro que ahora duerme plácidamente bajo la palmera. Y al pasar al lado de unos
cubos de basura veo asomar unas alas blancas ribeteadas en rojo de donde
cuelga un largo hilo negro.
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