Hablar de política siempre se me hace bola, es como hablar sin decir, porque de poco suele valer y nunca tienes la certeza de lo que es real y de lo que es sombra y cómo una cosa y otra pueden serlo indistintamente.
Hoy la bola ya es intragable y tal vez sea mejor escupirla y empezar a generar saliva. (perdón por lo escatológico del tema pero el menú es lo que es)
Hay palabras que se instalan en el decir cotidiano y nos aturullan la mente y las ensalzamos hasta el punto de convertirlas en talismán como pata de conejo atada al llavero.
Resiliencia, por ejemplo; yo empecé a oírla en el ámbito educativo, para referirse a criaturas que habían sobrevivido a adversidades terribles y habían salido adelante. La resiliencia, aplaudida sin parar, se fue instaurando a la velocidad a la que aprendíamos a escribir el palabro correctamente (que hasta los correctores tiraban de “resistencia” o “residencia” y los oídos duros eludían esa “i” algo molesta para convertirla en “resilencia”) poco a poco y, como casi siempre, la política se apropió del término, lo hizo suyo y habitó entre el resto de los mortales y lo hizo hasta tal punto que ya no era tan importante el resultado de esa capacidad como la aparente posesión de la capacidad en sí (¡mi tesooooro!), ser resiliente pasó a ser algo mágico y poderoso y claro, nadie cuida los alrededores del resiliente porque para eso está el resiliente que podrá con todo. ¡Alerta!
Nadie dice enterarse de nada porque mientras la resiliencia haga su tarea dan igual los sinvergüenzas, al fin y al cabo son materia nacional, crecen en todos los huertos y se asumen como malas hierbas incluso necesarias.
A la vez en esa otra orilla llena, también, de chorizos, puteros y sinvergüenzas solo les queda invocar a los hados para que la resiliencia fracase y caminen aupados por las alfombras del populismo, ese que cada vez se vende más barato y se compra con la mayor desfachatez (o fachatez) sin detenerse ni un segundo a pedir explicaciones. ¡Pa qué!
Si este es el juego de la política, lo que nos espera no podrá ser ni escrito, habrá que tirar de realismo mágico o resucitar a José Luis Cuerda para hacer más interesante y/o tragable la albóndiga que se avecina.
Y lo peor es que quien podría salvar el asunto es quien más sufre del desencanto. ¿O a lo mejor es que la voluntad ya no interesa?