¡Cómo me atrae esa puerta giratoria! Creo que elegí ese hotel por aquella maravillosa puerta, Me gusta entrar y, aferrada a su barra, dejarme
llevar en ese tiovivo de pequeños infinitos. Entonces cierro los ojos y me juego la cornamenta arriesgándome a salir por donde creo que toca. Varios coscorrones más tarde me hallo, por fin, ante el gran vestíbulo del Hotel San Filipo. Me atrapa esa sensación de mareo y aturdimiento mientras sorteo las maletas de los viajeros presurosos y me percibo como el Minotauro, recibiendo las ofrendas que me dedican todas aquellas personas invadidas de prisa y de quehaceres
¡Qué extraordinario laberinto de perdones falsos y enojados!
Desplomada sobre el enorme butacón de terciopelo granate que preside el eje central dejo, por fin, que la noria de mi alrededor se detenga.
Ya lo veo todo nítido...
Y allí está él, detrás de su mostrador, incólume, como una pieza más del mueble, tan necesario como fácilmente sustituible, escoltado por el casillero de donde extrae, con estudiada arrogancia, las llaves de las que cree sus celdas. Apuesto a que nació en su interior, me lo imagino acurrucado en uno de sus cajones, un pequeño embrión de recepcionista de no más de dos centímetros y un minúsculo auricular asomando, ya, a la vida. Su pequeño cerebro gestando todos los ceros y unos necesarios para alimentar un sistema binario que le llevará al más aburrido de los reduccionismos.
Me miró por encima de sus gafas, con aquellos ojos pequeños como puntas de alfiler y heló mi alma. Una mirada así no debería ser legal, como no lo es portar armas o abofetear a la gente por la calle y menos por los hoteles.
Con un ligero acercamiento amenazador habló masticando cada una de sus palabras.
-Buenas tardes, ha recibido usted una llamada, alguien intenta con urgencia localizarla en su móvil pero, al parecer... ha vuelto a olvidarlo en su habitación.
Las palabras masticadas fueron escupidas y sentí la baba de la censura estampada en mi cara, así que le miré con los ojos más felinos que encontré a mano y con cierto ronroneo envolví su mortecino semblante.
-Puede ser que lo haya olvidado, o que lo haya perdido o puede ser que lo haya donado para alguna causa noble, francamente me importa un pito esa llamada, si es urgente solo puede venir acompañada de malas noticias, me alegra no haberla recibido.
Su dedo huesudo y pálido coronado por una uña de largura cincelada a golpe de lima diaria, recorrió un listado donde aparecía la fecha y hora de la supuesta llamada, mi propio nombre y el número de habitación, leyó el recado al margen:
-Volveré a llamar a media noche, es importante que atienda el teléfono, será mi último intento.
-Recibido, dije, y subí la escalera que me conducía a la habitación 121 no sin antes dar varios toques al timbre del mostrador a sabiendas de la irritación que ello le provocaba.
Al entrar vi el móvil sobre la mesilla rodeado de varios pañuelos usados, la camiseta del pijama y un par de inhaladores para el asma.
-¡Siete llamadas perdidas! parpadeaba aquel aparato.
-Pues si son perdidas no seré yo quien vaya a buscarlas, ya pedirán ellas auxilio.
Tras una ducha me tumbé en la cama y el sueño se apoderó de todos mis sentidos. No sé en qué momento una música absurda me devolvió a este mundo, abrí un ojo, el reloj marcaba las 12,00, el móvil vibraba sobre la mesilla, recordé la amenaza de la última llamada, pulsé el telefonito verde de responder cuando todo se redujo a un fundido en negro. Una vez más había olvidado ponerlo a cargar.
Bueno, la llamada, perdida para siempre, tal vez fuera, por fin, encontrada por alguien. Me di la vuelta y seguí durmiendo.