24/04/2011

SEMANA SANTA EN MI CIUDAD

 
Vaya por delante que no oculto ninguna de las contradicciones que tiñen mi vida y si no fuera por ellas mi perspectiva para emitir juicios sería algo miope por eso me gusta, incluso, regodearme en ellas y asumirlas como algo consustancial a mi manera de ver la realidad.

Desde que me alcanza la memoria (y hoy por hoy me alcanza mucho) recuerdo esa Semana Santa en Valladolid elevando mis ojos de niña hacia aquellos "pasos" donde la madera policromada exaltaba el dolor y la tortura como camino de redención, Cristos sangrantes, mujeres (¡vírgenes!) desgarradas por un profundo dolor de madre, sayones burlescos enarbolando instrumentos de tortura de la época en posturas imposibles que intentan representar una tremenda hipérbole de maldad y humillación.

Y en medio de ese escenario mi abuela y mis primos arrastrábamos la sillita plegable y el kilo de pipas y tomábamos posiciones para ver la que entonces conocíamos como "la procesión general", la del viernes santo, la que, a juzgar de las gentes se considera la mejor exposición callejera de imaginería castellana del mundo.
 Pero mis ojos niños no alcanzaban a apreciar como excepcional algo tan propio, aquello era, sin más, la imagen de mi ciudad, ni tan siquiera semejante exaltación de la tortura, que ahora me sobrecoge, suponía motivo de desaire.

Hace unos días he vuelto a esta tierra, decidida a no pelearme con el rito y asumir siglos de tradición, cámara en ristre, como no podía ser de otro modo, como una turista "penitente". Pero  ha sido la lluvia la que se ha empeñado en ser pagana (por algo es buena para los campos)  y la que me ha llevado, privándome de las procesiones, por algunas de las iglesias que guardan auténticos tesoros arrancados a la madera hace ya algunos siglos. Y he vuelto a sentirme un poco niña, embriagada por el olor a cera y a incienso, ante "la Zapatona" con su colección de cuchillos y he recordado a mi madre con la boca llena de horquillas rematando la faena de vestir a mi prima con mantilla para acompañar a "La piedad" y he intentado entender la mirada del Cristo de la caña atemporal del todo e incomprensiblemente dulce.
Sí, he vuelto a mi ciudad con sus beatonas de medallonas al cuello, flanqueando mesas repletas de estampas y figurillas, sus capuchones a los que envidiaba de cría porque una Junta de Semana Santa tan machista como cacique solo permitía que las mujeres procesionaran de "Manolas" y claro contradicciones muchas pero... ¡manola nunca, solo hubiera faltado! y cuando la consabida Junta se apeó de la burra una ya no estaba por esas chocheces.

"Cristo de la caña" de Gregorio Fernández
Y entre tanto ir y venir de cruces, cirios y penitencias voy leyendo uno de esos libros que se saborean a golpe de capítulo "El dios de cada uno. Por qué la neurociencia niega la existencia de un dios universal" y vuelvo a pensar en mi razón y en mi emoción y al final es solo aquella la que me permite asumir lo incomprensible de esta absurda religiosidad, ¡nobleza obliga, qué se le va a hacer!

¿Será que el buen vino aclara la razón y exalta el ánimo? Creo que voy necesitando otras vacaciones.
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